Por Osvaldo Alfredo Gozaíni
Sumario: 1. Aciertos y errores históricos. La interpretación de los
conceptos abstractos y abiertos como “debido proceso”, 1.1 El concepto
tradicional de “debido proceso, 1.2
Ideas equívocas sobre el “debido proceso”, 1.3 El debido proceso constitucional;
2. Conflictos de aplicación del nuevo “debido proceso”.
1. Aciertos y errores
históricos. La interpretación de los conceptos abstractos y abiertos como
“debido proceso”
Hay voces que solo con
pronunciarse adquieren significados. No se necesita aclarar sus contenidos
porque ellos se presuponen, se dan por sabidos. Son conceptos abiertos, de
cierta abstracción y generalidad que proyectan mensajes implícitos, los que
perduran y se consolidan sin discusión.
La moral y buenas costumbres, la
buena fe, el buen padre de familia, el orden público, son algunas de estas
representaciones comunes de la interpretación automática que los aplica con una
simplicidad absoluta. Ellos están allí como una guía, constituyen un derecho
positivo sin definiciones ni enunciados concretos, pero continúan incólumes en
la tradición vernácula.
Sin embargo ¿son actualmente
orientadores valederos?. Acaso ¿la moral no ha trascendido las fronteras antes
dispuestas?; ¿es de buena costumbre callar y no contradecir la autoridad de los
mayores?, por ejemplo; ¿sigue siendo buen padre de familia el sostén del hogar,
exclusivamente?; ¿el orden público no significa, a veces, el sometimiento y
resignación al autoritarismo despótico?.
Son interrogantes que se abren
en un mundo que ha cambiado sustancialmente las consignas de los deberes y
obligaciones. Obsérvese entre tantos matices, como la fuerza expansiva de la
ley, pensada como voluntad divina del pueblo y, por tanto, indiscutible,
inmodificable y perenne, tal como fue concebida por el pensamiento
revolucionario de la Francia de 1798 (así lo expusieron Montesquieu en el Espíritu
de las Leyes, y Rousseau en el Contrato social), hoy apenas
trasciende y es cíclica porque se legisla para la ocasión, lo necesario y
urgente, y donde la voluntad del pueblo queda sustituida en la aspiración de
las mayorías, la fuerza de los grupos, la influencia de los lobbies, o cuando
no, la corrupción negociada que fomenta una consagración normativa ([1]).
En su tiempo, la ley era igual a
la certeza, ofrecía seguridad en las relaciones y continuidad en las
actividades. Por eso, el Juez del siglo XVIII cuando aplicaba la ley hacía lo
justo. La Ley implicaba la justicia del caso.
En este contexto, era natural
que no se permitieran extralimitaciones. No podía magistrado alguno decir otra
cosa que no estuviera afirmada en la norma; y si era ésta la Ley Fundamental,
menos aun podía contradecir ([2]).
Para interpretar la Constitución
se crearon Tribunales especiales, que aun teniendo jurisdicción, pensaron que
debían ser jueces con capacitación diferente merced al grado de responsabilidad
que debían asumir.
El constitucionalismo significó,
también, fortificar de una vez y para siempre los derechos de las personas, los
que continuaban la línea impuesta desde el Código Civil de Napoleón,
glorificando las potestades individualidades y la filosofía liberal ([3]).
Los códigos procesales fueron
tributarios de estas raíces, y respondieron en América con modelos plenamente
adaptados a las leyes de enjuiciamiento españolas de 1855 y 1881 –especialmente
ésta última-.
Esta visión acotada de un
fenómeno histórico no puede dejar de advertir esta incongruencia que ha llevado
a la mitología procesal, en el sentido de dar por aceptadas instituciones y
principios que no se adaptan a nuestros requerimientos.
Referimos a dos órdenes en
particular. Por un lado, Latinoamérica legisló los procedimientos teniendo como
ejemplo las leyes españolas, sin advertir que allí (y en casi todo Europa) la
tarea jurisdiccional claramente dividía la tarea entre jueces comunes,
tribunales constitucionales, justicia administrativa y, más recientemente, la
jurisdicción comunitaria y transnacional. Cada sistema tenía su propio diseño
formal y un método particular para desarrollar el conflicto. En cambio,
nosotros, tomamos íntegramente la ley de enjuiciamiento y la adaptamos con sus
reglas y solemnidades para resolver todo tipo de cuestiones. El Juez americano
es, a un mismo tiempo, juez de causas comunes, constitucionales,
administrativas, provocando que la función jurisdiccional pensada se deforme y
entorpezca al confundir permanentemente la tarea primordial que cada situación
tiene (v.gr.: no se puede adoptar iguales reglas procesales y menos aun
homogeneizar la tarea de interpretación cuando se trata de confrontar en causas
eminentemente privadas o públicas de contenido constitucional).
Por otra vertiente aparece el
problema del control de constitucionalidad. Recién en las últimas décadas se
han efectuado cambios al modelo tradicional del control difuso, donde tienen
potestad y deber de fiscalización todos los jueces. Se sublimó Marbury vs.
Madison sin percatarse que el stare decisis (doctrina del precedente
obligatoria) americano daba un tinte singular a la actividad política del Juez.
Latinoamérica hizo caso omiso a esta nota peculiar del sistema y derivó en los
inconvenientes conocidos de no poder controlar desde la Ley ni desde la
Constitución toda una época oscura e ingrata de dictaduras y gobiernos de facto.
1.1 El concepto tradicional de
“debido proceso”
El concepto de debido proceso
tiene una historia similar a lo comentado porque teniendo en sus orígenes una
descripción de las reglas básicas a las que debía someterse el derecho de
defensa (que se observa nítidamente en las Constituciones americanas); siguió
en su desarrollo las innovaciones que introdujeron las Enmiendas a la
Constitución de los Estados Unidos de América.
En el primer volumen de nuestro conjunto de libros sobre el Derecho
Procesal Constitucional (Amparo, 2002), habíamos destacado que el debido
proceso responde en el constitucionalismo argentino al concepto formal de cómo
debe sustanciarse un procedimiento, aun cuando al mismo tiempo, reconozca un
aspecto sustancial, declarado como principio de razonabilidad ([4].
Estas dos facetas se reproducen en
la explicación acerca del concepto. Es decir, se pone de relieve la importancia
que tiene la actuación jurisdiccional. Son los jueces quienes deben preservar
las garantías del proceso, y aplicar el principio de razonabilidad en cada una
de las decisiones que adopte.
El carácter bifronte que
mencionamos tiene otra fuente en el derecho anglosajón que a través de la frase
"due process of law" -que
es una variación de la contenida en la Carta Magna inglesa de 1215 "per legem terrae", "by the law of
the land"- ha desarrollado un alcance no sólo procesal, sino
inclusive, informador de todo el ordenamiento jurídico.
El concepto tiene así un
condicionante diferente al modelo donde nace (“common law” anglosajón), porque
el “civil law” tiene presupuestos distintos. Por eso, aunque la adquisición
supone progresar en la práctica de todos los derechos que se aplican en un
proceso, para que sean satisfechos inmediatamente en sus alcances e intereses,
los medios para hacer efectiva la práctica difieren.
Es cierto que en sus comienzos
el due process of law tuvo un valor fundamental que fue señalado en el
capítulo 39 de la Carta Magna inglesa de 1215, donde se desarrolla este derecho
de los barones normandos frente al Rey "Juan Sin Tierra" a no sufrir
arresto o prisión arbitrarios, y a no ser molestados ni despojados de su
propiedad sin el juicio legal de sus pares y mediante el debido proceso legal.
"Ningún hombre libre deberá ser arrestado, o detenido en
prisión, o desprovisto de su propiedad, o de ninguna forma molestado; y no iremos
en su busca, ni enviaremos por él, salvo por el juzgamiento legal de sus pares
y por la ley de la nación".
La primera idea de estas garantías fue evitar el
castigo arbitrario y las ilegales violaciones a la libertad personal y de los
derechos de propiedad. Al mismo tiempo orientó a los jueces hacia un juicio
justo y honesto. Creaba y protegía inmunidades que las personas nunca habían
disfrutado hasta entonces, así como los derechos propios, atinentes a la
persona o a sus bienes, y también significa que su disfrute no podía ser
alterado por el Rey por su propia voluntad y, por ende, no podía arrebatárselas
([5]).
Con el
tiempo, el proceso debido fue llevado al plano de la Ley, e inclusive sin tener
mención expresa, se consagró en las constituciones de los Estados. No hubo
indicaciones sobre contenidos o funciones de un proceso tipo o modelo, sino
precisiones sobre la defensa, especialmente referido a los casos de defensa en
procesos penales.
Nace así el
llamado debido proceso constitucional, que fue más importante por las
implicancias supuestas que por las declaraciones realizadas. En Argentina, por
ejemplo, se extrajo del art. 33 (cláusulas implícitas) la necesidad de tener un
proceso debido sujeto a las condiciones de la ley, evitando la discreción
judicial y los abusos de autoridad.
La última
etapa refleja un paso más en la tradición jurisprudencial anglo-norteamericana,
al extenderse el concepto del debido proceso a lo que en esa tradición se
conoce como debido proceso sustancial -substantive due process of law-,
que, en realidad, aunque no se refiere a ninguna materia procesal, constituyó
un ingenioso mecanismo ideado por la Corte Suprema de los Estados Unidos para
afirmar su jurisdicción sobre los Estados federados, al hilo de la Enmienda XIV
a la Constitución Federal, pero que entre nosotros, sobre todo a falta de esa
necesidad, equivaldría sencillamente al principio de razonabilidad de las leyes
y otras normas o actos públicos, o incluso privados, como requisito de su
propia validez constitucional.
La
razonabilidad estableció límites a la potestad judicial, y constituyó un
llamado o advertencia al Estado en el sentido de que deben ajustarse, no sólo a
las normas o preceptos concretos de la Constitución, sino también al sentido de
justicia contenido en ella, el cual implica, a su vez, el cumplimiento de
exigencias fundamentales de equidad, proporcionalidad y razonabilidad ([6]).
En resumen,
se coincide que el concepto del debido proceso, a partir de la Carta Magna,
pero muy especialmente en la jurisprudencia constitucional de los Estados
Unidos, se ha desarrollado en los tres grandes sentidos apuntados:
a)
El del debido proceso legal, adjetivo o
formal, entendido como reserva de ley y conformidad con ella en la materia
procesal;
b)
La creación del debido proceso constitucional
o debido proceso a secas, como procedimiento judicial justo, todavía adjetivo o
formal procesal-; y
c)
El desarrollo del debido proceso sustantivo o
principio de razonabilidad, entendido como la concordancia de todas las leyes y
normas de cualquier categoría o contenido y de los actos de autoridades
públicas con las normas, principios y valores del Derecho de la Constitución.
1.2 Ideas equívocas sobre
el “debido proceso”
La historia del debido proceso poco aclara para una definición; podemos
colegir la misma vaguedad e imprecisión conceptual que tienen los preceptos
expuestos al comienzo, como la importancia que tiene para establecer un dogma
jurídico ([7]).
En rigor, la idea pilar
originaria que tuvo el “debido proceso” fue de limitación al poder, porque el
mentado principio de legalidad que se constituyó por el desarrollo
constitucional del siglo XVIII y buena parte del siglo XIX, le otorgaba una
autoridad soberana a las Cámaras legislativas, que se valieron del “imperio de
la ley” para subordinar las acciones del gobierno y de los jueces.
Fue consecuencia de esa política
de sometimiento al principio dura lex sed lex, que el Poder Judicial
dejó de ser tal para quedar informado únicamente como “administración de
justicia”.
La autoridad de la ley era la
expresión suprema de la hegemonía, y el debido proceso legal no podía ser otro
que el que las leyes modelaran, especialmente cavilando en el proceso penal ([8]).
Con los códigos se pretendió
fijar el contenido dogmático de la ley; y con las Constituciones se exaltó el
valor de los principios superiores a la norma. Mientras el primer aspecto se
consagra en el positivismo jurídico; el restante asume vocación de eternidad
fijando reglas y organizando las instituciones.
La ley actúa sobre la
generalidad, haciendo abstracción de los hechos, sistematizando las acciones y
asignando plenitud al cuerpo orgánico del sistema; en cambio, las normas
fundamentales, las cartas magnas, o simplemente las Constituciones, especifican
los derechos y crean el sentido de los deberes. Por eso tienen más elasticidad
y admiten creaciones flexibles donde la supremacía de los intereses admiten
adaptaciones al tiempo y las circunstancias, aunque se sepa de ante mano que
ello será para situaciones de excepción.
Pero el “debido proceso”, como
tal, no está ni en las leyes ni se define en las Constituciones. Y hasta fue
lógico que no estuviera, porque si en Europa el denominado sistema de la
desconfianza le había a privado a los jueces la posibilidad de
interpretar la ley y darle armonía con el contexto donde aplicarla, pensando
que solamente los Tribunales Constitucionales podían llevar a cabo esa tarea;
con esa prevención, precisamente, la noción de proceso debido se constituyó más
como un refuerzo a la mentada desconfianza, evitando que la discreción judicial
tornara irrazonable o arbitraria.
De este modo, los códigos
procesales de la época limitaron absolutamente el rol del Juez en el proceso,
elevando por encima de todos los demás principios, al dispositivo según el
cual, el proceso es cosa de partes y sólo éstas tienen interés en el desarrollo
y solución del conflicto. Son los litigantes quienes deben respetar las
consignas del procedimiento que, para ser debido, debía estar emplazado entre
partes, en igualdad de condiciones y trato, reconociendo en el Juez el
equilibrio de la balanza en esa lucha entre fuerzas opuestas.
Recuérdese que nuestro modelo
instrumental fue tomado con estas características, y en consecuencia, debe
quedar impresa en la memoria esta conclusión primera: El debido proceso
legal se sostiene en los principios de bilateralidad y contradicción; ejercicio
efectivo del derecho de defensa y garantías suficientes para la independencia e
imparcialidad del juez interviniente en el conflicto.
Pero esto es un suceso de
Europa, y como antes se mencionó, el debido proceso nos llega e influye de la
doctrina americana donde las cosas son muy diferentes.
En América priva la doctrina de
la confianza en los jueces con todo lo que ello implica y que trasciende
el sentido de poder controlar la constitucionalidad de las leyes.
El “common law” presta
suma atención a la confiabilidad y honorabilidad de sus jueces, y por eso es
tan importante la primera instancia, en lugar de los tribunales de apelaciones
europeos que se distinguen por la formación de la jurisprudencia o doctrina
judicial.
La fuerza del Juez americano
está en sus potestades, antes que en las leyes. Tiene un sistema donde el poder
se tiene y se ejerce, sin limitaciones obstruccionistas afincadas en principios
estancos (como la bilateralidad y la contradicción) o en solemnidades inútiles
que solamente sirvieron para hacer del proceso una regla de comportamientos y
actitudes, de acciones y reacciones, de alegatos y réplicas, en los cuales la
verdad de los hechos quedó bastante difuminada ([9]).
Ahora bien, si nuestra idea
latinoamericana de debido proceso tiene raigambre en el modelo anglosajón,
habrá que rememorar que no es el sistema procesal dispuesto para nuestros
códigos.
De allí, entonces, el temor de
precisar el alcance que tiene el debido proceso legal, el que termina siendo
una referencia al Juez para evitar transgredir la vida, la propiedad o la
libertad sino es en función de actuar una controversia entre partes.
En definitiva, el due process
of law que se pretende acomodar a nuestra idiosincrasia es distinto al
proceder de los jueces americanos. Primero porque tienen un sistema desigual;
segundo, porque el respeto institucional sugiere una confianza diferente;
luego, porque perviven conceptos que trasuntan ideologías del positivismo
jurídico donde anidan concepciones jurídicas que se creen inmutables, operando
como resabios de una concepción otrora dominante y hay ausente de contenidos
reales.
1.3 El debido proceso
constitucional
Con la aparición de los derechos
humanos, el derecho a tener jueces, a ser oído, y a tener un proceso con todas
las garantías, fomentó una evolución notable en el concepto del debido proceso.
De ser un proceso legal se pasó a
estimar un proceso constitucional, con el agregado de principios y presupuestos
que conciliaban en el argumento de que sin garantías procesales efectivas y
certeras, no había posibilidad alguna para desarrollar los derechos
fundamentales.
A
partir de esta concepción, el proceso como herramienta al servicio de los
derechos sustanciales pierde consistencia: no se le asigna un fin por sí mismo,
sino para realizar el derecho que viene a consolidar ([10]).
Con ello no decimos que el proceso
abandone el rol que permite ejercer los derechos materiales; ni que haya
perdido su condición de modelo técnico; se trata simplemente de advertir que su
fisonomía debe resultar permeable a las exigencias del tiempo en que ocurre,
de forma tal que no sea un mero procedimiento, sino una garantía esencial para
los derechos humanos.
En definitiva, el proceso
jurisdiccional tiene suprema importancia para el derecho procesal
constitucional porqué es la auténtica protección de las garantías. Desde este
punto de vista, hasta podría afirmarse que es la única garantía ([11]).
Con la constitucionalización del
proceso se evade y posterga la noción de exigencia individual o derecho
subjetivo público. Queremos significar así, que el proceso debido es aquél que
no tiene fronteras ni características por Estado. Es una noción unívoca que
obliga a adaptaciones singulares y a estándares propios que afincan, al
unísono, en la garantía procesal por excelencia.
La influencia de la Constitución en el
proceso no ha de verse solamente en la cobertura que ofrece una norma
fundamental de un Estado cualquiera respecto a la conformación de una
estructura mínima de presupuestos y condiciones para tramitar adecuadamente un
litigio.
El sentido trasciende los espacios
propios; va más allá de las soberanías resignadas al papel penetrante que
tienen los Tratados y Convenciones sobre Derechos Humanos. Se abandona el
señorío de la voluntad y se posterga las conveniencias particulares del Estado.
La voluntad que se protege no es particular sino la universal del hombre que
quiere para sí y por sí, con independencia de los particulares contextos de la
relación, es decir, del hombre que actúa para la realización de sí mismo como
sujeto absoluto ([12]).
En suma, la constitucionalización del
proceso supone crear condiciones para entender lo que “es debido”. No se trata
ahora de un mensaje preventivo dirigido al estado; ni de asegurar los mínimos
exigibles en el derecho de defensa; hay una construcción específica que
comienza desde la entrada al proceso y continúa a través de toda la instancia
culminando con el derecho a una sentencia fundada que pueda ser ejecutada y
cumplida como los jueces han ordenado.
No obstante, puede haber al mismo
tiempo, otra lectura para el mismo acontecimiento fundamental.
El “debido proceso constitucional” se
puede observar desde la plataforma de los más necesitados, obligando a
sustanciar un sistema tuitivo, de carácter proteccionista, donde se puede
referenciar la miseria humana, las ofensas en la dignidad, las carencias
manifiestas de pobres y abandonados, la situación de los niños o las mujeres
vejadas, los marginados sociales, los perseguidos, los ancianos, etc.
En este aspecto, el debido proceso se
vislumbra como la necesidad de restaurar los derechos perdidos, donde no se
pueden aplicar conceptos del procesalismo formal, porque la necesidad de
reparación es más importante que el formalismo. Sería ni más ni menos que el
derecho a tener un proceso sin resignaciones ni egoísmos adjetivos ([13]).
En
resumen, la gran alteración que sufre el concepto repetido del debido proceso
se relaciona con el tiempo cuando se expresa. Mientras la tradición ideológica
lo muestra como un concepto abstracto que persigue la perfección de los
procedimientos evitando la arbitrariedad o la sin razón; el ideal moderno lo emplaza
con una dinámica que diluye la fijación de contenidos. Tiene, en consecuencia,
un carácter o una condición progresiva, donde lo trascendente es destacar su
rol como única garantía fundamental para la protección de los derechos humanos.
La modificación sustancial se
da, asimismo, en el ethos dominado por los deberes, antes que por las
exigencias individuales o propias del derecho subjetivo. El debido proceso
constitucional no se concreta en las afirmaciones de una ley, o en los
preceptos de un código; se proyecta más que en los derechos, hacia los deberes
jurisdiccionales que se han de preservar con la aspiración de conseguir un
orden objetivo más justo.
En definitiva, el debido proceso
es el derecho a la justicia lograda en un procedimiento que supere las grietas
que otrora lo postergaron a una simple cobertura del derecho de defensa en
juicio. No estaremos hablando más de reglas, sino de principios.
2. Conflicto de aplicación del
nuevo “debido proceso”
El diseño progresivo que se
advierte en la explicación del concepto adoptado para el “debido proceso, tiene
tras sí enorme trascendencia: las ideas no se ofrecen para un sistema u
ordenamiento específico, porque apoyan las bases para un entendimiento común,
con reglas y principios generales.
Con la comprensión ofrecida para
un debido proceso constitucional no se pretendió imponer desde la Norma
Fundamental un criterio rígido ni un diseño preestablecido. Todo lo contrario,
se han mantenido los esquemas ya dispuestos (v.gr.: art. 18, CN) y se los
complementó con las nuevas garantías (v.gr.: art. 43, CN) ([14]).
La perspectiva reformadora,
quizás, tuvo en cuenta que los principios constitucionales sobre la
jurisdicción y el proceso necesitaban de reafirmaciones y progresos, antes que
de reglas y leyes dictadas en consecuencia (v.gr.: el ejemplo del uso efectivo
del amparo sin haberse reglamentado el art. 43, es una muestra contundente
acerca de cómo se pueda hacer una realidad práctica y efectiva de una
institución nueva, sin necesidad de aplicar leyes concretas que, a veces,
terminan encarcelando o limitando las renovaciones).
Con ello, el respaldo que
sostiene los contenidos esenciales del “debido proceso” provienen de apoyos
casi iusnaturalistas, en el sentido de prometer un derecho para todos
por la sola condición humana. Y eso es muy útil, mucho más cuando se quieren
ver diferencias en el modo de actuar el control de constitucionalidad.
En efecto, en un marco procesal
sesgado como tienen los Tribunales Constitucionales (sistema jurisdiccional
concentrado, abstracto en la causa y genérico en las derivaciones), la
interpretación es casi filosófica, se argumenta con principios antes que con
razones, y se piensa en el bienestar general antes que en la solución
pacífica del conflicto; en cambio, el Juez del control difuso (concreto porque
debe aplicar la potestad de interpretar y aplicar la ley a un caso en
particular, y singular en cuanto respecto al alcance de la sentencia –por eso
se afirma que no hay inconstitucionalidades eventuales sino inaplicación de la ley
al caso específico-) debe resolver la cuestión propuesta y deducir las
implicancias de la ley en el problema en ciernes; la sentencia no trasciende y
se cobija en el manto de lo puramente individual y casi anecdótico.
Mientras la función
jurisdiccional de los Tribunales Constitucionales piensa en lo general; el juez
del sistema americano sabe que su sentencia, para llegar a ser trascendente,
deberá superar las escalas jerárquicas y valorativas de la pirámide judicial,
donde la llegada al máximo tribunal encargado de velar por la supremacía de la
Constitución, habitualmente es condicionado, excepcional y extremadamente
solemne.
De lo dicho se desprende el
cuidado que se ha de tener para adoptar y adaptar las explicaciones que en
Estados Unidos se tiene para el due process of law e, inclusive, de
pensar que se trata de reglas previstas para un modelo general de defensa
efectiva.
En nuestra opinión la diferencia
está en que, el modelo europeo comienza como una proyección de la desconfianza
en los jueces, y por eso, las exigencias primeras se destinaron a poner frenos
a los arrebatos e intemperancias del Poder Judicial. Las prevenciones fueron
especialmente aplicadas al proceso penal, y en consecuencia, el debido proceso
fue antes que un principio, una regla que limitaba la función jurisdiccional (nadie
puede ser condenado sin ser oído, evitaba los juicios sumarios; juez
independiente e imparcial, concretó el aislamiento de la administración
y el Parlamento con quienes debían aplicar la ley, entre otras manifestaciones).
Además, los sistemas procesales
continentales exacerbaron la importancia de los tribunales de Alzada,
considerando que ellos debían a través de la casación, formalizar un criterio
purificador de la jurisprudencia, con una clara tendencia hacia la
uniformación. No era aconsejable que el Juez desviara a su antojo el criterio
de interpretación, el cual por otra parte, estaba limitado y restringido
(v.gr.: por la variedad de presupuestos de prejudicialidad, como por aquellas
que obligaba a intervenir a los Tribunales Constitucionales). De hecho, el iura
novit curia no fue más que una libertad de elección en la ley aplicable, y
pocas veces una apertura a cambiar los esquemas predispuestos.
La evolución se constata con el
llamado “derecho a la jurisdicción” que se consagra en la tutela judicial
efectiva desde el cual, el debido proceso comienza a integrarse en cada
etapa del procedimiento, con exigencias autónomas. Por ejemplo, acceso
irrestricto, asistencia legal de confianza e idónea, derecho a ser oído y a
probar con libertad las afirmaciones, solidaridad y compromiso de las partes en
la búsqueda de la verdad, sentencia fundada, derecho a los recursos, a la
ejecución de la sentencia o prestación judicial útil y efectiva, etc.).
Este desarrollo modificó las
reglas de otrora con principios de raigambre constitucional, al punto que los
Tribunales Constitucionales europeos han multiplicado su jurisprudencia al
explicar los alcances del debido proceso constitucional como representante del
derecho que tiene toda persona a la tutela judicial efectiva.
Este plano se ha transmitido a
nuestros ordenamientos, y se integró con los enunciados de Pactos y
Convenciones continentales que ordenaron el nuevo emplazamiento para el juicio
justo y equitativo.
El problema está en el modelo
constitucional, porque como antes se dijo, el Juez del sistema difuso es una
autoridad con poder de controlar la administración (eficacia y legalidad
administrativa) y de fiscalizar la supremacía de la Norma Fundamental (control
de constitucionalidad). Condiciones de suma practicidad en el “common law”,
pero severamente restringido en el “civil law”, donde se ponen
condiciones hasta para la misma actuación del Juez (v.gr.: pedido de parte,
caso concreto, actualidad del perjuicio, demostración del perjuicio, afectado
directo, alcance de la sentencia, etc.).
En consecuencia, afirmar que el
debido proceso es una regla para la conducta de los jueces puede constituir un
desatino, porque así fue pensado en las enmiendas constitucionales que seguimos
como fundamento y razón de nuestro derecho de defensa en juicio, pero aplicado
en un contexto totalmente diverso, similar el Europeo, donde el Juez no es poder
sino administración de justicia.
Entonces, vinieron las
cuestiones enojosas y hasta baladíes donde difieren los llamados garantistas
que quieren a rajatabla que el debido proceso se constituya como un respeto
absoluto a la regla de bilateralidad y contradicción, a la independencia
absoluta del Juez, y para asignar a éste únicamente la función dirimente del
conflicto; respecto de quienes persiguen el decisionismo judicial, valorando
la autoridad del Juez en el proceso, la búsqueda de la justicia a través de la
verdad, la entronización del principio de igualdad, la colaboración en la
prueba, etc.
En los hechos, ambos sectores
tienen parte de razón y una cuota excesiva de obsesión sobre reglas que no son
tales.
En efecto, el diseño de los garantistas
es justo y apropiado para el proceso penal, pero no se adapta al proceso civil,
pese a los valiosos estudios que señalan científicamente que existe una teoría
unitaria del derecho procesal, o en otros términos, una teoría general del
proceso que muestra coincidencias de principios sin distinción de
procedimientos.
Por su parte, establecer en el
Juez deberes de actividad trastroca el pilar fundacional del debido proceso
actuado como límite o frontera de la función judicial.
Una vez más estamos en el fango
que nos llega de sistemas distintos para resolver la justicia en sus diversas
manifestaciones. No es igual implementar el debido proceso en un régimen de
autoridad y confianza en los jueces, respecto de quienes restringen su accionar
por desconfiar de sus poderes.
[1] Zagrebelsky sostiene que el derecho interpretado en las fórmulas
abiertas o elásticas, conocidas también como “cláusulas generales”, es una cruz
de toda concepción estrictamente positivista del derecho y de la función
judicial, constituyendo una delicia de todo crítica de la misma. Cuando se
expresa de este modo (“buenas costumbres”, “buena fe”, “buen padre de familia”,
“interés público”, “relaciones sociales justas”, etc) es el propio legislador
quien declara su incapacidad para prever la concreta aplicación y quien
autoriza expresamente que los casos y sus exigencias obtengan reconocimiento.
De otra parte, las Constituciones democráticas actuales se deliberan en
asambleas constituyentes que expresan el pluralismo político de la
“constitución material” al comienzo de experiencias político-constitucionales
aún por definir, es decir, cuando todas las fuerzas, debido a la inseguridad de
sus intereses particulares inmediatos, se ven inducidos a obrar sobre la base
de consideraciones de orden general. Se comprende así por qué el momento
constitucional, al ser por definición el momento de la cooperación general,
tiene características completamente excepcionales en la vida política de un
pueblo y por qué, dicho sea de paso, no se puede crear y recrear a placer, como
pretenden tantos aspirantes a renovadores de la Constitución (Zagrebelsky, Gustavo, El
derecho dúctil, 4ª edición Trotta, Madrid, 2002).
[2] Explica Monroy Gálvez con solvencia habitual que, en el caso
concreto de la Francia revolucionaria de 1789, por ejemplo, las espórtulas y la
desconfianza social fueron la expresión típica que determinaron que se
considerara a los Parlamentos –nombre del grupo social encargado del servicio
de justicia- como expresión directa y concreta de la corrupción del Antiguo
Régimen, razón por la cual fueron abolidos. Como sustituto de ellos, no solo se
formó un nuevo servicio de justicia, sino que, en nuestro tema concreto, se
exigió que las decisiones judiciales estuviesen sustentadas en la norma
jurídica (Monroy Gálvez, Juan, Introducción al proceso civil, editorial
Temis, Bogotá, 1996).
[3] En el espíritu de la revolución Francesa
–afirma Zagrebelsky- la proclamación de los derechos operaba como legitimación
de una potestad legislativa que, en el ámbito de la dirección renovadora que
tenía confiada, era soberana, es decir, capaz de vencer todos los obstáculos
del pasado que hubieran podido impedir o ralentizar su obra innovadora. La idea
–o mejor, la ideología- de la codificación, esto es, la idea de la
fundamentación ex novo de todo el derecho en un único sistema positivo
de normas precisas y completas, condicionado solamente por la coherencia de sus
principios inspiradores, es la primera y más importante consecuencia de la Déclaration...Al
final, cualesquiera que pudiesen haber sido las intenciones de los
constituyentes de 1789-1791, la idea, teóricamente muy prometedora, de la ley
como codificación del derecho, no podía más que revelarse enemiga del valor
jurídico de la Déclaration, arrojada al limbo de las genéricas
proclamaciones políticas, carentes de incidencia jurídica por sí mismas e
insusceptibles de aplicación directa en las relaciones sociales (op.cit.
pág.61).
[4] El adverbio "debido" no aparece en
la mayoría de las cartas constitucionales americanas, hecho significativo si
tenemos en cuenta la idea que surge inmediata cuando se habla del "debido
proceso". El origen aceptado es la 5ª Enmienda de la Constitución de los
Estados Unidos de América que establece los derechos de todo ciudadano a tener
un proceso judicial; y también figura en la 14ª Enmienda, como una restricción
al poder del Estado para resolver sobre el destino de los hombres sin el debido proceso (Cfr. Gozaíni, Osvaldo Alfredo, Derecho Procesal Constitucional, tomo I, editorial de Belgrano, Buenos
Aires, 2000).
[5]
El
contenido original de la Carta –se explica- era mucho más específico y
restringido, como salvaguarda para asegurar un juzgamiento por árbitros
apropiados, compuestos por los propios poseedores, por los barones mismos o por
los jueces reales competentes. La cláusula no pretendía acentuar una forma
particular de juicio, sino más bien la necesidad de protección ante actos
arbitrarios de encarcelamiento, desposesión e ilegalidad que el Rey Juan había
cometido o tolerado. Pero con el tiempo las apelaciones a otras libertades
fueron, o sustantivas, o procesalmente orientadas hacia fines sustantivos, motivo
por el que la Carta Magna inglesa se convirtió en uno de los documentos
constitucionales más importantes de la historia. No en vano recibió más de 30
confirmaciones de otros monarcas ingleses; las más importantes, de Enrique III,
en 1225; de Eduardo I, en 1297, y de Eduardo III, en 1354 (Zagrebelsky, op.
cit., pág. 79 y ss.).
[6] Por
eso las leyes y, en general, las normas y los actos de autoridad requieran para
su validez, no sólo haber sido promulgados por órganos competentes y
procedimientos debidos, sino también pasar la revisión de fondo por su
concordancia con las normas, principios y valores supremos de la Constitución
(formal y material), como son los de orden, paz, seguridad, justicia, libertad,
etc., que se configuran como patrones de razonabilidad. Es decir, que una norma
o acto público o privado sólo es válido cuando, además de su conformidad formal
con la Constitución, esté razonablemente fundado y justificado conforme a la
ideología constitucional. De esta manera se procura, no sólo que la ley no sea
irracional, arbitraria o caprichosa, sino además que los medios seleccionados
tengan una relación real y sustancial con su objeto. Se distingue entonces
entre razonabilidad técnica, que es, como se dijo, la proporcionalidad entre
medios y fines; razonabilidad jurídica, o la adecuación a la Constitución en
general, y en especial, a los derechos y libertades reconocidos o supuestos por
ella; y finalmente, razonabilidad de los efectos sobre los derechos personales,
en el sentido de no imponer a esos derechos otras limitaciones o cargas que las
razonablemente derivadas de la naturaleza y régimen de los derechos mismos, ni
mayores que las indispensables para que funcionen razonablemente en la vida de
la sociedad.
[7] Sostiene Morello que la historia y las referencias que pasan por el
horizonte de los Estados Unidos de América marcan en la normativa, la
consagración de los derechos y las garantías; a un primer tramo, etapa o
período de “iusnaturalización” caracterizado por la simple “declaración” de los
derechos junto a los principios básicos del Estado, sigue una segunda etapa, en
la que los derechos y garantías se ven convertidos en “derechos fundamentales”,
positivizados con rigor y afán de cubrirlos con una coraza de operatividad, y
concretar resultados efectivos. La tradición inglesa y el criterio manifiesto
del juego real de las libertades recorta el perfil de esa clara distinción que
potencia el plafón del ciudadano, que al seguir la línea de sentido americana,
también vio el desarrollo que asumió desde Francia, mediante la Declaración de
Derechos del Hombre y del Ciudadano, del 27 de agosto de 1789 (Morello, Augusto Mario, Del debido proceso y la defensa en juicio
al proceso justo constitucional, en Rev. La Ley, 2003-D (diario del
13/06/2003).
[8] Así pues, las leyes, al ocupar la posición más alta, no tenían
por encima ninguna regla jurídica que sirviese para establecer límites, para
poner orden. Pero no había necesidad de ello. Jurídicamente la ley lo podía
todo, porque estaba materialmente vinculada a un contexto político-social e
ideal definido y homogéneo. En él se contenían las razones de los límites y del
orden, sin necesidad de prever ninguna medida jurídica para asegurarlos. El
derecho entra en acción para suplir la carencia de una ordenación expresada
directamente por la sociedad, y no era éste el caso. Una sociedad política
“monista” o “monoclase”, como era la sociedad liberal del siglo XIX,
incorporaba en sí las reglas de su propio orden (Zagrebelsky).
[9] Advierte Zagrebelsky que, en América, el poder
judicial encontraba las bases de su expansión en aquello que faltaba en
Inglaterra: un higher law, la Constitución, en la que los derechos se
conciben como realidad presupuesta para el derecho legislativo. Acudiendo a ese
notable thesaurus, los jueces pueden continuamente pertrecharse de
argumentos constitucionales que no pueden ser contradichos por un legislador
cuya autoridad está subordinada a los derechos (passim).
[10] No debe creerse
que por ser el proceso un instrumento que se construye para una finalidad que
le es extrínseca, él mismo (la garantía) no tenga una propia finalidad. Ello
así, en la medida que un mismo fin puede lograrse por diferentes caminos o
medios, lo cual pone de relieve que el fin no integra la consistencia del
medio, aunque ésta debe ser adecuada para alcanzarlo. Por ende, cada medio ha
de utilizarse según su propio modo de ser, respetándolo y cambiándolo para que
mejor llegue al fin perseguido. Cabe modificar el medio siempre que se
mantengan sus aspectos fundamentales, pero no cambiando alguno de éstos, de tal
manera que se pierda la manera de ser o consistir del instrumento. Si ello se
hace, estamos ante un medio diferente, mejor o peor, pero no ante el mismo.
[11] En la teoría procesal este pasaje es de suma importancia, porque supone
dar vida a una posición distinta al concepto popular que idealiza al proceso
como parte vital en la trilogía estructural del derecho procesal como ciencia
(jurisdicción, acción y proceso), para dar lugar a una interpretación
constitucional sobre el modo que debe tener un procedimiento litigioso para
respetar los derechos humanos y otorgar adecuadamente el derecho a la
protección jurídica que se promete en los Tratados y Convenciones
Internacionales.
[12] Este pasaje tomado parcialmente de
Zagrebelsky, se completa con lo siguiente: La idea de los derechos como
pretensiones de la voluntad concuerda, a primera vista, con una visión
“defensiva” o negativa de los mismos, es decir, con su concepción como
instrumentos de defensa frente a la arbitrariedad del poder. Pero éste es sólo
un punto de arranque. A partir de ahí es muy posible que se produzcan
desarrollos en sentido “positivo”, como pretensión frente a quien dispone de
recursos necesarios o útiles para hacer eficientes, los derechos de la
voluntad. Esto puede tener lugar en un sentido intensivo, la efectividad, o en
un sentido extensivo, la generalización de los derechos. Las pretensiones en
las que se sustancian los derechos orientados a la voluntad son, por ello,
inagotables, como inagotable es la voluntad de poder o de fuerza a cuyo
servicio se orientan.
[13] En la concepción
antigua, los derechos no sirven para liberar la voluntad del hombre, porque ésta, de por
sí, es origen de arbitrio y desorden. Sirven, por el contrario, -en opinión de
Zagrebelsky- para reconducirla a su justa dimensión. Su realización consiste en
la adopción de medidas políticas orientadas a la justicia o, como suele
decirse, al bien común. Por tanto, la visión que se ofrece de ellos es
esencialmente de derecho objetivo: los derechos como consecuencia o reflejo de
un derecho justo; los derechos como tarea a realizar por los gobernantes, como deber de los poderosos en favor de los más débiles. Así pues, también
en esto se da una contraposición. Mientras que para la tradición moderna los
derechos son el complemento de la naturaleza positiva del hombre, para la
tradición antigua, en cambio, son el remedio contra su maldad y contra los
males que derivan del ejercicio de su voluntad.
[14] Apunta Morello que la influencia de los
Tratados y Convenciones Internacionales sumado a la jurisprudencia de los
tribunales supranacionales (v.gr.: Estrasburgo, Corte Interamericana), plasman
una redacción enérgica que consolida la idea de un derecho procesal básico, el
cual estando muy lejos de vestirse solo como declaraciones abstractas y
programáticas; afirman nuevos contenidos, distinto espesor, diferentes
reacciones (también acuerdan la protección en relación al obrar manifiestamente
abusivo o arbitrario del Estado y de particulares –y poderosos grupos económicos,
etc.-). Todo ello visto –en particular su forma razonable y la apertura de
poder ejercerlo- desde la óptica del justiciable, del consumidor de la
justicia (del pobre, del extranjero, de las comunidades indígenas, del niño,
etc.).
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